Al despertar una mañana, después de
un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un Andiperla
Willinki.
Reducido a un minúsculo insecto
color miel de apenas dos centímetros, su presencia dejó de ser percibida por
los demás. La indiferencia fue transformando su entorno en un gélido paisaje.
El desamor cristalizó hasta el aire. La acumulación excesiva de hipocresía construyó
un manto compacto sobre su territorio original. Una monumental masa de hielo
comenzó, despacio, a deslizarse sin rumbo aparente sobre el lago helado del
olvido.
Como si hubiera una intención de
moldearlo, de poner a prueba su plasticidad, fue sometido a fuerzas que
arrastraban, comprimían y retorcían su cuerpecito frágil. Pero soportó a la
intemperie cada tormenta. Desarrolló una asombrosa capacidad para sobrevivir
ante condiciones extremas. Se cubrió de una extraña sustancia, una especie de anticongelante
natural, que protegió su interior y evitó que se le endurezca el corazón. Sus
tres pares de patas aprendieron a hacer equilibrio en un suelo que fue hostil.
Comenzó a tener hábitos necesariamente nocturnos. Supo saborear la adrenalina
de internarse en las profundidades de las grietas azules, y descubrió que otros
mundos existían ocultos. También se hizo
vegetariano.
El agua, como siempre, fue
socavando las imponentes montañas de hielo. Desde muy abajo, desde lo no
visible, como suceden los verdaderos cambios. Silenciosa, constante y gradual. A
la espera del instante menos pensado,
por más imaginado que sea. Un hecho casi insignificante, como puede
perfectamente haber sido el estornudo de un ñandú petiso que pasaba por ahí,
una piedrita que venía haciendo sapito desde una orilla muy lejana, el fa
sobreagudo de Edda Moser cantando La reina de la noche que por accidente llegó
desde el Voyager, el aleteo del colibrí corona granate, o quizás un beso. La
contingencia necesaria, muy necesaria, para que la ciudad del témpano se
derrumbe y plaf!, acabe sumergida.
Después, poco se supo después sobre
la vida del exótico insecto.